Nuestra Historia – Adaptación (Parte 2)

En 1997, Bogotá (Colombia) era muy diferente a la ciudad que Ron conoció a sus 22 años cuando vivió ahí durante un semestre. Su plan era aprender el idioma español y luego continuar sus estudios de medicina en Guadalajara, México, tal como lo había hecho un amigo suyo. Pero mientras estaba en Bogotá, se encontró con los niños de la calle, el común denominador de muchas ciudades grandes en Latinoamérica, y los planes de seguir medicina como carrera profesional perdieron su atractivo el momento en que el Señor lo atrajo hacia la idea de ministrar a niños en situación de riesgo. En ese tiempo, Dios inició un largo proceso espiritual que lo llevaría de regreso a esta ciudad, casualmente, y esta vez conmigo y nuestros dos hijos. Sin embargo, en los siguientes veinte años, la ciudad que Ron recordaba se había convertido en un lugar muy peligroso. Para aquel entonces, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) eran un grupo activo en Colombia y prácticamente controlaban el país a través del miedo. Tanques patrullaban fuera de la ciudad, y dentro de sus límites, guardias armados con ametralladoras se paraban frente a las entradas de tiendas y bancos. El crimen dentro de la urbe era rampante debido a la sobrepoblación, ya que vivir en las afueras, en un territorio controlado por la guerrilla, era demasiado peligroso. Mientras que Dios, en Su gracia, había hablado claramente a mis temores de mudarme a Suramérica a través de Su palabra en (Salmo 91), nada me había preparado realmente para la realidad de vivir en un lugar que estaba tan controlado por las fuerzas del mal.

Pero Dios, siempre amable y fiel para proveer lo que necesitamos, nos posibilitó ubicarnos en una casa grande para huéspedes dirigida por un ministerio internacional: un centro para una gran cantidad de actividades misioneras y vida social. Esto nos permitió tener un “aterrizaje suave”, ya que estábamos rodeados por otros cristianos de habla inglesa que, como nosotros, estaban adaptándose a una cultura que no era la suya. Nuestros hijos tenían un gran patio seguro para jugar y hacer amigos con los hijos de otros misioneros norteamericanos, reduciendo, en cierta forma, el choque cultural para ellos.

Además de este ambiente social que nos brindó una transición saludable, también encontramos seguridad y consejos sabios para afrontar las dificultades de vivir en un lugar como Bogotá. A Ron, en aquel entonces un ávido atleta, le aconsejaron cambiar su ruta diariamente para no ser “blanco” predecible de un posible secuestro. Los extranjeros, particularmente norteamericanos, eran vistos como “ricos”, y, por lo tanto, corrían el riesgo de ser secuestrados por miembros de las FARC.

También nos dijeron que nunca dejáramos que nuestros niños salgan solos de los patios de la casa de huéspedes (protegida por guardias armados), ya que los hijos de extranjeros también eran un blanco común de secuestro. Entonces, mientras me sentía segura dentro de las paredes, afuera siempre había una sensación de precaución y una gran conciencia de lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Recuerdo las palabras de una misionera que conocimos mientras estábamos allí cuando le expresé mi sentir. Ella dijo, (citando a Corrie Ten Boom, sobreviviente de un campo de concentración de la Segunda Guerra Mundial) “el lugar más seguro para estar es en el centro de la voluntad de Dios”. Como sabía que habíamos caminado bajo la guía de Dios, estaba segura de que Él nos protegía, pero aun así fue un momento extraño, especialmente para mí como madre, ¡preguntándome en qué nos habían metido Dios (y Ron)! Si Dios realmente lo hizo, necesitábamos descubrir cuáles eran sus propósitos al ponernos en esta situación.

Debido a que éramos nuevos en el “campo misionero” y teníamos limitada experiencia y conocimiento del idioma, sabíamos que sería necesario recibir ayuda para establecernos. Por esa razón, empezamos a visitar diferentes ministerios que trabajaban con niños de la calle y huérfanos en la ciudad. Nuestro deseo era aprender todo lo que pudiéramos de las obras existentes con niños o encontrar un ministerio establecido del cual pudiéramos formar parte. 

Visitamos varios, desde aquellos orientados a encontrar hogares adoptivos para bebés abandonados hasta hogares de grupos más grandes para niños que habían perdido a sus padres o que fueron retirados de sus casas porque estaban en riesgo. Aunque algunos de estos ministerios parecían interesados ​​en nuestro apoyo, fue una sorpresa descubrir que muchas de esas puertas estaban cerradas, no porque no existiera necesidad de ayuda, sino porque la gente a cargo de esos ministerios no la quería. Tal vez fueron nuestras edades (teníamos 39 y 42 años entonces, muy por sobre la edad óptima para misioneros principiantes), o el hecho de que teníamos hijos, o tal vez fue nuestra falta de experiencia.

Pero lo que sentimos, una y otra vez, fue que muchos de los “misioneros” que nos encontramos estaban simplemente celosos por sus propios ministerios. No querían compartir lo que estaban haciendo con otras personas. Se sentían amenazados por alguna razón que simplemente no podíamos entender. Mientras observábamos que algunos de estos ministerios realmente parecían estar cambiando vidas, muchos otros demostraban un éxito muy limitado en cuanto al alcance de niños de la calle. Escuchamos más de una vez: “Puedes sacar al niño de la calle, pero no puedes sacar la calle del niño”. Aunque estábamos seguros que habíamos escuchado el llamado de Dios y sabíamos que Él nos guiaría, la espera nos estaba desgastando.

Estábamos listos para ocuparnos en lo que sea que implicaba ese llamado. De pronto Dios nos llevó por un pequeño “desvío” a Quito, Ecuador, y las preguntas comenzaron de nuevo.

COLABORACIÓN: SHARON STIFF.
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